Crisis cultural y humana

Recuperar la responsabilidad y lo comunitario

La crisis sistémica (social, política y ecológica) que atravesamos suele explicarse a partir de factores económicos, tecnológicos o geopolíticos. Sin embargo, detrás de todos ellos existe una causa más profunda y menos visible: la crisis del modelo de persona. Cuando se debilita la construcción cultural del ser humano y se destruyen las herramientas para educar en lo que significa «ser homo sapiens» —un ser racional, vinculado, responsable y capaz de convivencia—, toda estructura social termina resintiéndose.

Lo más grave de nuestra crisis no es la polarización política ni el colapso ecológico. Lo más grave es que hemos dejado de comprender qué significa ser humano. Hemos sustituido la comunidad por el “like”, el compromiso por la comodidad y la responsabilidad por el victimismo. Y eso tiene un precio.

La erosión de lo comunitario

Durante décadas hemos asistido a la pérdida progresiva de espacios de colectividad y comunidad. Se ha impuesto una cultura en la que prima el beneficio personal, el cálculo utilitarista y el pensamiento individualista: «eso no me sale a cuenta». Los estilos de vida actuales —marcados por lo material, lo inmediato y lo emocional— condicionan nuestros hábitos, y estos, a su vez, moldean nuestros valores y comportamientos. No solo vivimos diferente: terminamos siendo diferentes.

Las redes sociales han acelerado esta transformación. La necesidad de reconocimiento, propia de todo ser humano, ha sido sustituida por su versión digital: los “likes”. Se trata de un seudo-satisfactor (según Manfred Max-Neef): ofrece una apariencia de validación, pero devalúa el ser, vacía la experiencia y reduce la autoestima a métricas efímeras. En vez de construir personas, construimos perfiles. Personas menos profundas, más reactivas, más superficiales.

Los valores, más allá del decreto

Muchos gobiernos y discursos públicos creen que los valores pueden imponerse por ley. Pero los valores no se consiguen a golpe de decreto. Son fruto de prácticas, hábitos, instituciones y ejemplos, no de consignas jurídicas. Cuando la educación se vuelve individualista y competitiva, cuando se disuelven los lazos comunitarios, el tejido moral se debilita.

Frente a las políticas de identidad, que refuerzan la fragmentación y el enfrentamiento entre grupos, urge apostar por políticas que recuperen lo comunitario, aquello que nos une y nos obliga a convivir con el otro, incluso con quien piensa distinto. Una sociedad fuerte en valores, no necesita normas para respetar lo diferente. De forma natural, los individuos se reconocen y se respetan, cuidando unos de otros.

Hoy proliferan políticas que fragmentan, separan y encierran a las personas en etiquetas, identidades enfrentadas y pequeños grupos que compiten por reconocimiento y recursos. Es el triunfo de la tribu artificial.

Necesitamos lo contrario: políticas que reconstruyan lo comunitario. Que fomenten espacios colectivos, proyectos comunes, responsabilidades compartidas. Que nos inviten a convivir con quienes piensan distinto y a reconocernos en tareas y propósitos compartidos.

Educar no basta con dar títulos: hace falta “tribu”

No hay valores que nazcan de un decreto o de una consigna. Los valores se construyen en la cotidianeidad, en los hábitos, en las relaciones, en la comunidad. Y aquí entra con fuerza la advertencia de José Antonio Marina: la educación debe recuperar su dimensión moral, su dimensión humana. Como él mismo dice, la escuela tiene la tarea de “formar en valores morales”.

Y no solo la escuela: la educación debe ser una obra colectiva. “Para educar bien a un niño hace falta una buena tribu”. Cuando la familia, la escuela, la sociedad y la comunidad funcionan como tribu —no como compartimentos estancos— se autoriza la transmisión de valores sólidos, de responsabilidad, de pertenencia. Una tribu es familia, escuela, barrio, entorno y sociedad alineados. Cuando la tribu desaparece, el individuo queda a la intemperie moral.

Porque la responsabilidad no florece por arte de magia: debe cultivarse desde la infancia. Marina explica que educar la responsabilidad implica enseñar a distinguir: ¿quién hace la acción? ¿Quién asume sus consecuencias? ¿De quién soy responsable? Ese entrenamiento cotidiano —con sus límites, sus deberes, su disciplina— es lo que forma sujetos capaces de ser éticos, autónomos y comprometidos.

Los estilos de vida actuales moldean valores. No solo hacemos cosas distintas, sino que nos convertimos en personas distintas. Cuando el objetivo vital se resume en poseer, exhibir y evitar incomodidades, todo lo que exige compromiso, paciencia o comunidad se percibe como un obstáculo.

Democracia para los demócratas, ¿camino hacia la autogestión?

Queremos democracia, pero pocas veces hablamos de su condición indispensable: la responsabilidad individual. Sin responsabilidad no hay ciudadanía; hay espectadores que opinan desde el sofá. La democracia se vacía cuando nadie asume deberes, cuando solo exigimos derechos.

No puede haber democracia sin responsabilidad individual. La soberanía popular solo funciona cuando cada persona asume el compromiso ético de sostenerla. Hoy vemos que se ha desactivado la responsabilidad individual: esperamos que “otros” —el Estado, la empresa, la ley, las organizaciones— resuelvan lo que nos corresponde hacer como ciudadanos.

La democracia, para ser auténtica, debe abarcar todos los ámbitos sociales: no solo el político, sino también el económico, el empresarial y el comunitario. Ahora bien, junto a la ampliación democrática es imprescindible desarrollar mecanismos de control frente a actitudes egoístas, fraudulentas y corruptas. No solo en la política, sino también en la delincuencia social, en las malas prácticas empresariales o en aquellos trabajadores que eluden sistemáticamente sus responsabilidades.

Sin responsabilidad real, cualquier estructura democrática se convierte en un decorado disponible para que un tirano —o cualquier forma de abuso de poder— se adueñe de nuestra voluntad colectiva.

Conducta, refuerzos y comunidad: lecciones de Skinner

Aquí conviene recordar a B. F. Skinner, quien sostenía que no basta con tener buenas intenciones: las personas se conforman en relación con el ambiente. “Men build society and society builds men.” Si el entorno recompensa el egoísmo, el cálculo y la impostura, eso producirá individuos egoístas, calculadores e impostores.

La sociedad, con sus normas, sus hábitos, sus instituciones, construye al individuo. Si el entorno recompensa lo superficial —lo material, lo egoísta, lo inmediato— difícilmente crearemos personas generosas, comunitarias, responsables. En cambio, si generamos entornos que refuercen la cooperación, la solidaridad, la responsabilidad compartida, estaremos contribuyendo a formar al ser humano que necesitamos.

Ese diseño cultural —esa “ingeniería social” consciente de valores— no busca coaccionar, sino cultivar lo mejor de nosotros. Como Skinner señaló, el ideal del conductismo no es esclavizar, sino estructurar un entorno que favorezca comportamientos positivos: cuidado mutuo, colaboración, equidad.

Hacia un nuevo horizonte: reconstruir al homo sapiens social

La salida a esta crisis cultural y humana pasa por articular dinámicas comunitarias que permitan recuperar los vínculos, los proyectos compartidos y la ética del cuidado mutuo. Implica reconstruir los modelos de persona que nos permitan vivir con sentido: personas que no solo buscan satisfacer deseos inmediatos, sino capaces de pensar a largo plazo, construir en común y asumir las consecuencias de sus actos.

Necesitamos una cultura de responsabilidad diaria, ejercida desde lo más cercano: el barrio, la escuela, la empresa, la familia, la ciudad. Solo así podremos afrontar de verdad las grandes crisis —ecológica, social, democrática— que hoy parecen insolubles.

¿Qué personas estamos formando?

No sirve de nada tener metas ecológicas, justicia social o desarrollo tecnológico si no recuperamos una idea sólida de lo humano: responsable, social, capaz de convivir. Mientras no reconstruyamos lo comunitario —desde la familia, la escuela, el trabajo y la ciudad— seguiremos viviendo crisis que creemos externas, pero que nacen dentro de nosotros.

La respuesta no está “afuera”: está en desactivar el individualismo irresponsable y reactivar la responsabilidad compartida.

Construir comunidad no es una nostalgia del pasado. Es una urgencia del presente.